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La constante sorpresa: memoria de viaje (Primera parte)

  • Lic. Andrés Bustamante Ortiz
  • 23 may 2018
  • 6 Min. de lectura

¿Qué es el arte? Si me lo preguntaran, diría que seguramente es la transformación sensible de la realidad. El hombre ha necesitado plantar sentimientos e ideas en el mundo, aun desde la Edad de Piedra; y ejercer una íntima comunicación con dioses, con el resto de la humanidad y con él mismo. De este diálogo, el humano ha comprendido que no está sólo, y que, más allá del cobijo y la alimentación, o de las fuerzas del poder y la avaricia, tiene la necesidad de afirmar su vida, de levantar por un momento la mirada y comprender.


Sin embargo, hoy parece que el arte fue legado a una serie de “iluminados” que participan en museos y llenan hojas indescifrables para el resto de los espectadores. Por otro lado, la forma en que moldeamos la situación más ordinaria, cuando interviene el ingenio y la sensibilidad, puede fundar en cada uno de nosotros: la experiencia estética.


Así, también nosotros buscábamos transformar la realidad de los alumnos de la Facultad de Ciencias Agrícolas de la Uaemex. El profesor Sergio Hilario Díaz y yo estábamos convencidos de que los estudiantes necesitaban salir de las cavernas de la Facultad y leer con sus propios ojos el mundo para el que se preparan profesionalmente. Además, su desinterés por los libros, el aprendizaje y la interacción cultural, nos obligó a crear una forma en que ellos descubrieran que la lectura es el placer, el privilegio y el deber más grande que tiene el Hombre.


Gracias a la simpatía que une a las causas justas cuando se encuentran, junto con la Ingeniera Yeuseth Liliana Bastida Arriaga, comenzamos a organizar el “Campamento: lectura y aventura”. Este se diferencia de una visita ordinaria al campo, pues está enfocado a las actividades académicas y a la participación artística, y para el cual invitamos a los alumnos de la asignatura “Comunicación profesional”. La planeación fue ardua e incluyó a los estudiantes en más de una ocasión, quienes, por ejemplo, nos ayudaron a recaudar fondos con una kermés. Pero, aunque trabajamos a un ritmo insuperable, los días se devoraban unos a otros y aún teníamos que cumplir con el resto de las actividades de “Abril, mes de la lectura”.


Pronto llegó el 27 de abril, fecha en que inició el campamento. Aquel día llegué a las siete de la mañana a la Facultad, cargando cobijas, mochilas y la casa de campaña. Los alumnos también estaban listos para el campamento; pero, al parecer, los talleristas no. Habíamos solicitado con antelación a un grupo de talleristas a Icamex, pero, gracias a la siempre eficaz burocracia, confirmaron -literalmente- en el último minuto. Desesperados, comenzamos a buscar los materiales solicitados para los talleres de elaboración de queso y mermelada, pidiendo aquí y allá utensilios y sustancias.


A la una de la tarde, con lo ya recolectado, los alumnos y yo subimos al Potrobus asignado, el cual, por cierto, también costó mucho trabajo solicitar. Era la primera vez que llevaba a un grupo de viaje de prácticas, así que deseaba que todo estuviera en el más estricto de los órdenes. Me presenté con el chofer, tomé lista, confirmé quién llegaría por su cuenta al campamento y, con casi media hora de retraso, partimos en espera de un sin fin de aventuras y sorpresas.


Sin embargo, la primera sorpresa nos la dio el chofer, quien, al no seguir mis indicaciones, metió el camión en una serie de caminos cada vez más intransitables. Pronto nos extraviamos lejos de toda marca de civilización. Afortunadamente, mi oficial a cargo echó mano de sus cartas de navegación (también llamadas Google maps) para sacarnos de la deriva. Siguiendo nuestras indicaciones, el piloto nos acercó cada vez más al campamento. Yo me sentía como el Capitán Ahab: obsesionado con alcanzar esa ballena blanca, que en este caso no se llamaba Moby Dick, sino ejido San Diego Buenavista.


Cuando casi conquistamos la cima de una inclinadísima vereda, la cual nunca había sido transitada por camión o vehículo alguno, pronto, sin más, el camión se detuvo: se había atascado en la tierra. Los intentos por sacarlo fueron en vano, por lo que caminé junto con la mayoría de los alumnos hacia el rancho, el cual se encontraba a unos metros de ahí. El resto decidió quedarse a ayudar.


Liliana y sus dos adorables hijos nos dieron la bienvenida; extrañados, claro está, del trayecto tan inusual que decidimos tomar. Una vez frente al rancho, la mamá de Liliana salió a recibirnos. Ambas mujeres nos hablaron con mucha hospitalidad sobre su casa y el rancho en el que disfrutamos los dos días siguientes. Mientras se realizaba esta presentación, y yo daba algunas indicaciones, ofrecieron un vaso de agua de guayaba a los alumnos. Este vaso no fue una muestra casual de cortesía; para los recién llegados tuvo una significación mucho más profunda, que no comprenderá quien está tranquilo en casa.


Después de aquel recibimiento, junto a la casa, a la sombra de unos árboles, instalamos el campamento. Para algunos, era la primera vez que armaban una casa de campaña. La mayoría eran pequeñas; pero, de entre aquel vecindario silvestre, se alzaba una casa, que más que casa parecía una palacio, si se le comparaba con las demás. Una vez instalados, dimos una caminata por los alrededores. Sobre una planicie de campo seco, que acompañaba de cerca un riachuelo y la vista lejana de cerros y campos de cultivo, los alumnos caminaban tras de mí en una extensa fila, desde la que se escuchaba que decían, como muestra de muy buena fe, “de seguro el profe. ya nos perdió otra vez”. Y en efecto, los perdí. Fue gracias a Liliana que retomamos el camino adecuado y nos guió por un esplendoroso sendero, desde el que percibimos el alto cielo de la tarde.


Avistamos patos sobre las presas de agua. Comimos “sanrajeces” que tomamos con nuestras propias manos, mientras escuchábamos las historias y explicaciones de Liliana. El viento desplegaba pequeñas olas dentro de los cuerpos de agua. Nos detuvimos a las orillas de uno de ellos, para dejar también que el sol interno se aplacara dentro de nosotros. Quien nos hubiera encontrado, habría pensado que viviamos aún en tiempos del Eden…


Caminamos de vuelta al rancho. Estábamos cansados y queríamos comer. Mas no imaginamos qué manjares nos esperaban. Alrededor de una única y extensa mesa, nos sentamos las casi setenta personas que conformábamos el viaje de prácticas. A cada uno se le sirvió un enorme y suculento plato de pozole. En la mesa había tortillas de cacahuazintle, cebolla, aguacate, orégano y cilantro para servirse a manos llenas. Así, entre una y otra cucharada, el ánimo retomó los semblantes y el barullo de conversaciones alegres se dispersó por toda la mesa. Luego de unos minutos, como era de esperarse, poco a poco los apetitos fueron quedando satisfechos. Los de estómago más amplio no perdieron la oportunidad de repetir su ración y dejaron limpio cuanto pozole se les puso enfrente.


Al terminar aquel banquete, nos sentamos alrededor de una fogata. Durante la cena, el grupo Tré jazz trío había llegado, por lo que ya se instalaba a un costado del fuego. Antes de comenzar el concierto, Liliana dio gracias a los alumnos por haber asistido. Yo, por supuesto, también les compartí mi agradecimiento y mi alegría por aventurarse a lo desconocido y formar parte de esa gran obra llamada “Campamento: lectura y aventura”. Pero, como la prosa del discurso pronto me cansa, y siguiendo aquella máxima de que “si lo bueno breve, dos veces mejor”, opté por terminar pronto mi perorata y, en su lugar, leer un poema. Un instante antes de comenzar la música, y a pesar de que me asfixiaba con el humo de la fogata, dije en voz muy alta: “¡La noche, amigos, la noche!...”


Y esa noche me hizo pensar que: irrecuperable es el tiempo. Y aunque podemos afirmar que la vida tiene su valor en la fugacidad, en que no podemos detenerla, se convierte en un tesoro, únicamente, cuando un instante se vuelve irrepetible entre los instantes, cuando ese momento nos revela que antes de la muerte está la vida, y que en ella están los amigos, la naturaleza, el amor…. Ante ese fuego se miraban con los ojos de la vida. Quizá mañana recuerden que se reunieron entre los árboles oscurecidos por la noche, que bajo la luna abierta quería la música entregarse suavemente, y que se despedían las brasas de la lumbre, como se levantan por el cielo los años, o las risas, o los besos, jugando a ser más tarde una constelación ahí, en los rincones más oscuros y lejanos, que se forman en la memoria de un viejo.


 
 
 

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Facultad de Ciencias Agrícolas

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