La constante sorpresa (segunda parte)
- Lic. Andrés Bustamante Ortiz
- 11 jun 2018
- 6 Min. de lectura
Quien tenga un poco de filósofo, es decir, quien pida prestada la sabiduría de otro, nos podrá amonestar diciendo que: “la batalla más difícil es la que luchamos contra nosotros mismos”. Sin embargo, hay que reconocer que existen combates tan fieros dentro de uno, que más vale sacudir las banderas blancas a tiempo. El sueño es la mejor prueba y ejemplo de ello.
Esto lo digo, porque la mañana del sábado 28 de abril, muy cerca de las seis de la mañana, Miguel, un asistente del “Campamento: lectura y aventura”, comenzó a agitar las casas de campaña, como si éstas fueran campanas gigantes, pregonando entre una y otra de las “habitaciones”: “¡Seis de la mañana! ¡Hora de levantarse!”. Los alumnos y yo, que hubiéramos preferido seguir practicando el deporte onírico, o sea durmiendo, fuimos invitados a la primera actividad del aquel día, la cual comenzó con activación física y, posteriormente, una “revitalizante” carrera de cinco kilómetro por los alrededores del rancho.
No habíamos sido arrebatados de un descanso tan placentero, para después ser colocados en contra de nuestra voluntad en el mundo, desde el día de nuestro nacimiento. Luego de recordar un hecho tan dramático como aquel, sumado a la convicción de que no hay motivos para correr en un paisaje tan bello, sábiamente tomé la pícara decisión de regresar a mi casa de campaña y, aprovechando el medio rural, volver a contar ovejas.
Luego de este muy educativo episodio, el día retomó el ánimo gracias al riquísimo desayuno que nos ofrecieron. Huevos a la mexicana, café de olla, atole, pan y naranjas pasaban velozmente del plato a la boca de los campistas. Ya con las energías recobradas, los alumnos se alistaron para tomar sus respectivos talleres.
Los dos grupos de agroindustrias que asistieron al viaje se dirigieron a las instalaciones del rancho Icamex, el cual se encuentra a unos metros del lugar en que acampamos. Ahí recibieron el taller de elaboración de shampoo a partir de plantas medicinales, el de elaboración de queso panela y el de mermelada. Estos talleres fueron significativos para la formación de los alumnos, pues las limitantes que les presentó el medio, muy diferentes a las ventajas que tienen en la Facultad, provocaron que su ingenio trabajara de manera conjunta para entregar unos deliciosos resultados.
Mientras el fogón improvisado ardía para los agroindustriales, los alumnos de Floricultura trabajaban en el taller de producción orgánica, impartido por el Dr. Gonzalo Pozas. En uno de los microtúneles del rancho de Liliana, los alumnos abrieron profundos surcos en los que vertieron carretas de “oro verde”, para después taparlos con la misma tierra y plantar al fin las plántulas de jitomate.
Como este taller resultó ser más tardado y esclavizante de lo previsto, el taller de escritura creativa, el cual me correspondía impartir, se recorrió hasta después de la pesca. Los alumnos de Floricultura, Liliana, sus hijos y yo, caminamos hasta los cuerpos de agua que se encuentran a un costado del rancho Icamex. Con hilo, anzuelos, plomo y carnada, nos dispusimos a pescar.
Luego de arrojar los anzuelos al agua, y de haber esperado varios minutos a que algún animal picara, uno de los alumnos concluyó que “si los peces no van a Mahoma, Mahoma va a los peces”, por lo que se quitó zapatos y pantalón, y se lanzó al agua. El calor era sofocante y los peces no parecían tener intenciones de comer pedacitos de tortilla; por lo que, inspirados por un profundo espíritu salvaje, tres alumnos más y yo decidimos zambullirnos y nadar, poniendo a prueba nuestras habilidades con una carrera, en la que nuestras atléticas brazadas seguramente ahuyentaron a los apáticos moradores de la presa.
A la orilla del agua, cuando ya todos se habían ido, pues no iban a esperar a que nos secáramos, iniciamos el taller de escritura creativa. Comenzamos leyendo y discutiendo cuentos breves, y después un texto que escribí para la ocasión. A partir de él, reflexionamos cuán vulnerable se ha vuelto nuestra seguridad y cómo, a pesar de que cientos de jóvenes desaparecen a diario, los sentimientos oscilan entre la ira de no poder hacer nada, y una creciente y letal indiferencia…
Pero como esta era una ocasión más propia para el deleite, que para reflexiones lacrimógenas, volvimos al rancho de Liliana. De nuevo el ánimo cambió en asistentes, alumnos y profesores, al regocijarse en torno a la extensa mesa de madera, que poco a poco se abarrotaba de platos de pollo con mole, tortillas, agua y naranjas. La conversación, por supuesto, giraba en torno a la delicia y al aprendizaje de aquel día.
Para asegurar la buena digestión, y retener el mayor tiempo posible la satisfacción que queda luego de una comida extraordinaria, nos dimos un momento para descansar y tomar un baño. Sin embargo, quienes deseábamos bañarnos tuvimos que hacer una prolongada fila antes de ser tocados por el agua; así que aprovechamos ese tiempo para bromear, tomar fotografías y, en mi caso, hasta entrevistado terminé. Cuando por fin llegó mi turno, fui sorprendido por un helado chorro de agua, bajo el cual tuve que rezar cuantas plegarias me sé, y enjabonar rápidamente mi cuerpo.
Cuando todos estuvieron limpios y descansados, nos sentamos alrededor de la fogata para comenzar los foros “Naturaleza y literatura” y “El difícil arte de la comprensión”. El profesor Sergio Hilario Díaz, quien llegó ese día, pues había estado enfermo, abrió la discusión, haciendo hincapié en la importancia que tiene la comprensión al momento de estudiar y de vivir. Algunos alumnos compartieron reflexiones muy maduras y atinadas sobre El libro de las tierras vírgenes de Rudyard Kipling y Walden o la vida en los bosques de Henry David Thoreau.
Yo, para abordar la comprensión, hablé del aforismo, un espacio breve en el que debe concluirse una verdad sobre el mundo. Para ello, me ayudé de las palabras del poeta bengalí Rabindranath Tagore: “La vida es la constante sorpresa de saber que existo”. Porque, ¿qué fue este campamento, si no una sorpresa continua, un abrir los sentidos a la naturaleza y a la vida?
Quienes también, por cierto, se llevaron una sorpresa, fueron los integrantes del grupo “Amaxayac Teatro”. Familiarizados con los teatros y foros, jamás imaginaron qué escenografía les preparó nuestra inteligencia. Frente a la fachada de la casa, colocamos pacas de paja para formar los asientos (las cuales no supe cargar con habilidad, sino con torpeza), empleamos una mesa y sillas de la casa como utilería, convocamos a la luna para iluminar el escenario y nos sentamos, acompañados de pan y café, para disfrutar de Amor descafeinado, una obra que hizo que nos retorciéramos de risa, ya que todos nos sentimos identificados en algún momento. Tanto los que no habían tenido un acercamiento al teatro, como los que gozan de la más alta cultura, tenían los ojos maravillados, pues formaban parte de una puesta en escena original e inigualable.
Antes de dormir esa noche, festejamos alegremente que la aventura nos había reunido en ese rancho, y que lectura -ay, la lectura- nos había impulsado a transformar el mundo.
La última mañana del campamento, la del 29 de abril de 2018, fue calurosa y tranquila. El desayuno fue magnífico, como siempre lo hace la mamá de Liliana. Los alumnos y profesores agradecimos la hospitalidad con que nos recibieron y la oportunidad que nos brindaron al aceptarnos en su rancho.
Nostálgicos, comenzamos a recoger el campamento, pues el chofer del autobús acordó recogernos a las 13 hrs. Eran casi las 12:00 hrs. El tiempo era justo para terminar de empacar y disfrutar de la plácida mañana antes de marcharnos. Sin embargo, Liliana, que no entiende ni obedece, se llevó a un grupo de alumnos a la hacienda Boregé, la cual, en términos de Liliana, “estaba a 20 minutos de ahí”. Luego de terminar de recoger la basura y el campamento, de dormir, de ir al baño, de platicar y jugar, de recibir al Potrobús, de sudar y sudar, de dormir de nuevo; en fin, después de esperarlos más de una hora y media, Liliana y los alumnos volvieron, ahora sí, para zarpar de regreso a las tierras de la cotidianidad.
...
Si ahora me preguntaran de nuevo qué es el arte, yo respondería lo mismo: la transformación sensible de la realidad. Pero si ahora me preguntaran: ¿para qué sirve el arte? Yo diría, a grandes rasgos, que el arte nos permite maravillarnos con todo aquello que está dentro y fuera de nosotros, y esta visión privilegiada de la realidad es la que nos ayuda a comprender que estamos vivos, que la vida es vasta pero frágil, dinámica y, sobre todo, única. Y si alguno me llegara a preguntar si un ingeniero agrónomo puede y debe disfrutar del arte, y conseguir esta revelación de la que hablo, mi respuesta no sería otra: el agrónomo, como cualquier otro universitario, tiene latiendo un corazón bajo su pecho. Basta con verlo mirar las estrellas, o saltar desnudo hacia el agua, o verlo recuperar su memoria en un escrito, para asegurar que todo el arte, que todas las sorpresas del mundo, caben en su corazón.
Comentários